viernes, 3 de febrero de 2012

La España real

Montoro se sentó en el taburete que quedaba libre, equidistante entre los de los extremos, ocupados por el taxista y el de las chanclas. En realidad, en el que se había acomodado cada día desde que apareció por el bar de Betty, con lo que podría decirse que se puso donde siempre como si ya fuera un cliente habitual. Es verdad que habló más que en otras ocasiones, porque dijo buenas tardes, señores, cuando las otras veces había entrado con la cartera colgándole de la mano, sin mirar a nadie, como mudo. Se ve que había tomado confianza o que se pensó que si vas a un sitio cuatro veces ya perteneces al sitio de alguna manera. Desde luego ya a nadie extrañó que el hombre repeinado en los rizos del cogote y encorbatado apareciera por allí.
Pidió una Mirinda, por favor, y a pesar de la costumbre, de Betty seguía sin fiarse y le cobró antes de servirle.
-Son dos euros.
La chica de la ORA, Betty, Honorio y los de la telefónica miraron cómo Montoro probaba la bebida, tras dejar la cartera en el suelo y ajustarse la gafas con los dedos pulgar e índice. El taxista, no, que seguía rebuscando algo con la mirada en el fondo de su vaso vacía. El aparato de televisión estaba, como casi siempre a esa hora sin volumen, los del mus se había ido discutiendo como cada día, enfadados los cuatro, no pasaba nada en el bar y a nadie se le ocurría decir nada de la vida, la propia o la ajena, así que estaba justificado que los cinco se fijaran en cómo el tipo trajeado que llevaba visitando el bar ya varios días hasta hacerse casi cliente usual se entregaba al disfrute del refresco.
Montoro también los miró a todos, como si esperara ser aceptado, para lo que ensayó un esponjamiento en su expresión. Le salió una mueca, pero fue un intento. Entonces Honorio, evidentemente en chanclas, levantó el dedo. Lo hizo como si estuviera al fondo de la clase y quisiera preguntar algo. Y El hombre trajeado, atento y dispuesto, se dispuso a contestar, aunque le salió un tono un poco autoritario.
-Dígame.
Honorio no se percató de tono alguno puesto que desde que hizo el anuncio se convenció de que le daba igual lo que pensaran los demás. Pero había sido mucho el tiempo de la otra vida, la atosigada, la comprimida, por eso le salían todavía cosas como la de levantar el dedo.
-Pues que estaba yo pensando que cómo se le ocurre a usted venir a este bar. Qué que se le ha perdido aquí, vamos.
El interpelado tocó un momento la cartera, como un tic, pero a pesar de sentirse tenso vio que era su oportunidad, así que pensó aprovecharla.
-Mi querido Honorio…
Este se temió lo peor, así que le cortó el discurso.
-Oiga, que sólo era una pregunta.
-Déjeme que le explique.
Y lo que hizo Montoro en el bar de Betty esa tarde fue explicar que había elegido ese sitio para conocer la España real. Que prefería acercarse él, y ver y oir, que quedarse sólo con lo que le decían los asesores o sus informes.
Nadie del bar entendió mucho lo que pretendía el tipo trajeado de los rizos en el cogote. Así que dejaron de prestarle atención. Cada uno miró a otro lado encogiéndose de hombros. Betty misma tocó sin mucho disimulo el mando del televisor y subió dos puntos el volumen.
Pero ya que había tomado la palabra, porque de alguna manera se la habían dado, quiso usarla y ganarse a los parroquianos. Demostró ambición y probablemente falta de cálculo, pero se lanzó a conseguir la atención con lo que pensó que era el método más apropiado en aquel momento y aquel lugar, con un chiste.
-Va un señor a la frutería y le dice a la frutera, quería que me diera un kilo de naranjas y que me enseñara las tetas.
Se ruborizó al decirlo, pero Montoro estaba lanzado y ya no había marcha atrás.
-Pero que dice, está loco. Y el hombre dijo es que desde que gobierna Rajoy hay más confianza en los mercados.
Nadie dijo nada, ni movió un músculo, como si no hubieran oído nada. Ni siquiera el de las chanclas que había preguntado. Fue el taxista, sin dejar de mirar el fondo de su vaso el que dijo:
-Vaya gilipollez.


No hay comentarios:

Publicar un comentario