martes, 24 de febrero de 2015

Blázquez


-Vengo de despedir a Blázquez. Dice el viajero a Betty
La mujer deja los vasos, se seca las manos, se aparta el pelo de la cara, se acoda en la barra y escucha.
Blázquez era el más fuerte, el más grande, el más veloz. Ganaba las carreras de atletismo y metía goles como jugador de balonmano. Formaba parte de un casual grupo de niños inocentes, asustados, listos y pueblerinos que se juntaron con once años y convivieron en el internado hasta los dieciséis. Unos becarios, otros no, todos se fueron descubrieron dentro de aquellas paredes encaladas al lado del río. Crecieron sin darse cuenta, aprendieron, espabilaron.
Luego pasaron casi cuarenta años y apenas llegaron noticias aisladas de qué fue de los componentes de aquel grupo. Quien siguió, quien se perdió. Y de pronto alguien tuvo la idea de reencontrarse. Los teléfonos, correos electrónicos y WhatsApp ayudaron y quedó organizada una comida en el pasado mes de septiembre. Un encuentro de reconocimiento, entre la expectación y la duda, entre el para qué y el quizá: todos habían cambiado. Ni se reconocieron al principio. Aunque a medida que transcurrieron los primeros apretones de manos, los asombros, el aperitivo, el menú compartido, los breves discursos en los que cada uno resumía qué había sido de su vida, se podía ir comprobando que no habían cambiado tanto. Eran los mismos chicos inocentes y listos, tal vez menos asustados, quizá no tan pueblerinos. Se habían convertido en médicos, profesores, funcionarios, empresarios del campo, periodistas, comerciantes o regentaban restaurantes o eran músicos. Y cada uno era lo que de alguna manera se tenía que haber visto entonces. Como si una cierta lógica demostrara que cada cual había acabado siendo lo que apuntaba por más que todos parecieran igual de perdidos. Además, fijándose bien, más allá de los evidentes cambios físicos, cada uno se reía igual, o era igual de avispado o miraba igual o era igual de torpe que en aquel tiempo
Blázquez había vuelto al pueblo y parece que se organizó bien. Estaba contento con la vida, con el trabajo, con la familia, y no tenía motivos para quejarse si no fuera por la maldita quimioterapia. Llevaba un tiempo y le quedaban algunas sesiones más. Hablaba sereno, tranquilo, cachazudo, sin miedo. Y enseguida preguntaba detalles de la vida de los otros. Curioso, solidario, encantado de saber qué hizo cada uno. Si estaba bien. En la foto del grupo de diecisiete aparece a la izquierda, en la segunda fila, sonriente, camisa de cuadros blancos y azules, las manos en los bolsillos.
El 16 de febrero el grupo de WhatsApp dio la voz de alarma: Perdemos a Blázquez. Oncología, planta 4ª, habitación 488. Pasó una semana escasa. Cada día estaba un poco peor a pesar de su fortaleza, de aquella fortaleza del más grande. Sedado y sin dolores, le reconfortaban las llamadas de aquellos chicos que se habían hecho grandes después de cuarenta años. Decía su mujer que se acordaba de todos, que reconocía a todos. Cogía el teléfono y contaba cómo fue su Nochebuena, en el hospital, y su Nochevieja, en casa. Repetía que estaba bien, que no tenía dolores. Y todos se iban alegrando de que no sufriera
La iglesia del pueblo estaba atestada, el camino hasta el cementerio fue una procesión multitudinaria, se trataba de acompañar en su último paseo a un buen tipo que se ha ido demasiado pronto. Una de las coronas de flores rezaba: “Tus compañeros del Fabrés”
Blázquez tiene hoy una mujer apenada y dos hijos llorosos, uno de ellos clavado a él. Idénticos. Lo miras y aunque triste ves la cara de aquel chico grande, bueno, y un poco menos asustado que el resto.

Los chicos del Fabrés abrazaron a los tres, los tres agradecieron las atenciones, el haberlos acompañado. No, ha sido Blázquez quien los ha acercado, quien los ha unido, quien ha sacado sensaciones y sentimientos que no sabían que estaban.

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