sábado, 16 de agosto de 2014

Copago


En urgencias del hospital de Bocagrande. Una ventanilla estrecha sirve igual para administración, admisión, asociación, cobro y consulta. Tres mujeres jóvenes al otro lado, enterradas en papeles, aturdidas por los teléfonos que no dejan de sonar y los pacientes y visitantes, que no cesan de llegar. Una hace cobros, otra, fotocopias, otra, atiende al público. Las tres desbordadas, asfixiadas, ineficientes de tantos frentes al mismo tiempo. Porque además el teléfono no para de sonar y se lo pasan unas a otras.
La sala de espera, llena. Enfermos, familiares, reclamantes y acompañantes. Es un nuevo hospital privado-público. El viajero ya estaba avisado, vaya por urgencias, si no nunca lo van atender, le había dicho la dueña del Bellavista. Hay dos hombres de piel oscura, junto a una de las tres chicas aturdidas. Quieren saber de su familiar pero también desean ver la posibilidad de llevárselo. No obtienen respuesta satisfactoria. Por un lado, aún no hay diagnóstico, ya que deben hacerle más pruebas. Pero antes deben reunir 200.000 pesos. Ellos no tienen ese dinero, entonces no se pueden hacer las pruebas. Y los hombres dicen que prefieren llevárselo porque cada día que pasa sube la deuda. Sin embargo quien decide cuando se va el enfermo es el médico. Y mientras no se hagan esas pruebas que faltan no dejará que se vaya. Círculo vicioso. Perverso. Los hombres se miran desesperados.
Hay una mujer joven. Está con sus padres enfadados. Cada uno de los dos hace una reclamación, contradictoria, y no avanzan, así que se pelean entre ellos y reprochan al otro que no se entera. La señorita de la ventanilla agradece la bronca conyugal, se evita la suya. Lo que dice el hospital, sus normas, es que deben pagar el 10 por 100 de los servicios prestados. La chica cuyos progenitores no se entienden y parece que tienen instaladas las disputas en sus personalidades, es decir que no se aguantan, se defiende diciendo que tiene la categoría plus en su seguro y que no le toca pagar nada. El padre afirma al respecto una cosa y su madre la contraria. En la discusión a banda múltiple se une otra mujer, tiene a su marido mareado, febril, con los ojos perdidos, lleva más de una hora esperando y nadie los atiende. La auxiliar recepcionista para todo explica que tienen demora, y al tiempo mueve papeles que se le caen. Al tiempo dice a la pareja que se tranquilicen, y a la hija que han entrado por urgencias, y que esa es la razón de tener que pagar el 10 por ciento y a los dos hombres que lo primero es reunir los 200.000. Y al viajero le pide el pasaporte.
La chica de los padres que no se aguantan habla por teléfono con su compañía. De la conversación se colige que le dicen que es mejor que pague y luego reclamar. Así que decide pagar, para que termine esta pesadilla, dice. El padre está de acuerdo con la decisión. La madre, no. Se abre la puerta de urgencias de pronto y entra el tipo de seguridad que ha preguntado antes al viajero donde iba. Tras él, una camilla, encima de ella una señora visiblemente enferma, diferentes cables la tienen conectada a otros tantos elementos que la mantienen penosamente en la vida. Paso, paso. Y los enfermeros conducen a la señora con los goteros la dirigen a un ascensor. Pasado el instante del revuelo se acercan a la ventanilla la mujer del marido mareado, los hombres del familiar de las pruebas, la pareja que no se soporta, una madre que espera con el hijo en brazos, alguien que necesita un justificante de pago, una anciana que necesita atención…
La ventanilla de nuevo se colapsa y las tres chicas que la sirven se aturden. En su intento de echarse una mano se atropellan y no resuelven. Es como si lo complicaran más. Las instalaciones son nuevas. Una madre llega asustada, en un taxi, con su hijo. Se ha caído. Espere, por favor. Se abre la puerta tras el tipo de seguridad, otra camilla con gotero, que pase. Las tres empleadas cambian papeles de sitio, triplican tareas, contestan al teléfono. Parecen desbordadas, la cola no disminuye, la sala de espera no se vacía, el teléfono no deja de sonar. Los hombres tristes, la familia mal avenida, la mujer con el marido mareado, el viajero, la madre del hijo roto.

Cuando pasa hora y media, una médica joven recibe al viajero. Tiene apuntado que se llama Miguel Bravo. Su madre lo agradecería.

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