lunes, 11 de agosto de 2014

Club Europa

Un taxi hasta la India Catalina, 5.300 pesos, lo que se supone que marca al tarifa mínima aunque eso depende siempre de la voluntad y picardía del taxista. El viaje entre Marbella y esa plaza donde pasa buena parte del caos de los autobuses urbanos de Cartagena de Indias dura dos minutos. Tras pagar, sólo cruzar la calle, sortear el tráfico, ignorar los olores agrios mitad a mierda de caballo mitad a aguas estancadas, entrar en la Avenida Daniel Lemaitre y llegar a la altura de las luces rojas de algo que se llama Club Europa. Discretamente se anuncia como club de billar y también disco bar. El tipo de la puerta da la mano, que estrecha, y luego cachea. Permíteme revisar. Pasa sus manos por los costados, los baja por el exterior, muslos, rodillas y tobillos y regresa por el interior hasta la entrepierna. Adelante.
Fue en el patio del Bellavista donde el francés preguntó al viajero si jugaba al billar. Dijo que sí sin dudar y el primero informó que conocía un sitio. Así se pusieron a buscar un día para quedar y echar unas partidas. El francés es profesor de su lengua materna en una universidad de Cartagena y también vive en el hotel de Marbella. Es agradable, educado, tímido y, por lo que se pudo observar en la barbacoa de pescado que organizó, meticuloso.  Lo único, avisó, que se trata de un burdel. Bueno, estaban hablando de billar, no importaba donde se encontrara la mesa. Además, todo son oportunidades de conocer el país real.
Así que un largo pasillo introduce a los recién cacheados hasta el fondo incierto del local. Una barra oscura con espejos, cortinajes pesados que probablemente comunican con rincones aún más oscuros.
Junto a la barra unos taburetes están ocupados por los culos apretaros de una media docena de señoritas que miran sin mucho interés a los recién llegados, atareadas con las pantallas de sus celulares inteligentes. Cruzan francés y viajero el salón oscuro y por la rendija de otras cortinas pesadas, puede que aterciopeladas, acceden a un salón más amplio y apenas un poco más iluminado. Seis mesas de billar americano bien alineadas, una de ellas ocupada por dos jugadores, y un mesero que se acerca con la mano extendida, que choca y que explica las condiciones. Pueden invitar a las chicas a beber, o se pueden ir con ellas a un reservado. Las partidas de billar son gratis. Las cervezas, colombiana, nacional, 7.000 pesos. De momento dos cervezas nacionales. Las paredes en sus cuatro lados tienen colgadas pantallas de plasma como cuadros, en todas salen imágenes de las películas porno que están emitiendo. Explícitas y mudas.
Choca de nuevo la mano el camarero, o lo que sea, y se va. Y sólo tras desaparecer viene otro que también da la mano con mucho protocolo y pregunta qué han pedido. Y repite lo de las chicas. El francés pregunta al viajero que si quiere invitar a alguna chica. El viajero responde que no, que al billar. Pregunta a su vez al francés pero no entiende bien su respuesta: entre que de momento no o no todavía. Y aun llega otro tipo que parece mandar más, que da la mano con más protocolo y pregunta si todo bien.
El francés es seguro en el juego, no arriesga nada, se concentra en ir acercando las bolas a los agujeros. El viajero intenta carambolas poco posibles y tiene algún acierto sonoro, pero se dan más rebotes errados que mandan las bolas lejos. La táctica conservadora, a pasitos, del francés,  gana.
Durante la segunda partida entran en el salón siete tipos con cierto estruendo. Tocan las mesas, rien, se agarran la entrepierna, señalan las imágenes de las paredes. Y preguntan al francés, rodeándolo. Son marines americanos, han llegado a Cartagena y andan conociendo la ciudad. Tras ellos las mujeres de la barra trasladan sus culos apretados a otros taburetes situados junto a las mesas de billar. El francés pide una segunda cerveza y el viajero otra.
El tipo que parece mandar más vuelve a dar la mano, a preguntar si todo está bien y a hacer una advertencia: el precio de la cerveza ha subido, cuando vayan a pagar digan que acordaron con William, que les atendió William, que soy yo. Y choca la mano de nuevo.

El francés sigue pasito a pasito acercando sus bolas, no perdona una penalización, y no se corta para cobrársela colocando con la mano la bola blanca enfrente de la que le toca colar, a dos centímetros del agujero. Gana.
Las sirenas olvidan por unos instantes las pantallas táctiles y se interesan por los marines. El francés sigue ganado.

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