lunes, 30 de junio de 2014

Volando sobre la selva


Tras visitar El Colombiano y hablar de periodismo durante dos horas, el viajero probó el metro de Medellín. Una experiencia casi tan intensa como la aventura de conseguir un taxi en el centro de la ciudad un viernes a media tarde, a la puerta de un puente y víspera del partido de Colombia con Uruguay. En ambos casos se lo tomó con calma, ni había prisa ni había de qué preocuparse. Le queda la duda: ¿semejante tranquilidad la da el viaje, el tiempo que lleva en Colombia o ya la traía consigo?
Avisó de su viaje a Medellin y unos lo animaron, que ciudad más bella, te va a gustar; y otros lo pusieron en alerta, ten cuidado. Así que sacó el billete en Avianca y reservó hotel. Desembarcó con dudas, pero solo operativas. Y eso se resuelve con información. Así que la buscó en el aeropuerto en una oficina un poco escondida con un servidor encantador. Salió de allí sabiendo qué debía ver en Medellín y cómo moverse.
El aeropuerto está a casi cuarenta kilómetros de la ciudad, lo que supone unos cincuenta minutos. Un taxi cobra treinta dólares o sesenta mil pesos. Se puede ir en autobús, pero hay otra fórmula intermedia, el colectivo. Por 8.900 pesos lo arreglas, luego desde el centro se toma un taxi hasta el hotel, por otros 6.000 más o menos, así que la operación supone un ahorro importante que da para la cena.
Con lo que no contaba el viajero era con desembarcar a las cuatro de la tarde de un viernes en el centro caótico de Medellín. Cada taxi ocupado, una marabunta de autobuses y vehículos sin fin impedía cualquier movimiento. Las aceras tomadas por los vendedores ambulantes, y el tráfico humano en cuando se abrían los semáforos era tan infernal como el de los coches. Materialmente imposible. Un laberinto agobiante de ruidos, bocinazos, calor y estruendos. Pero lo peor, la desorientación: hacia ¿donde ir, cómo salir de allí, abría un salida de semejante locura?
En su ayuda acudió una encantadora agente de movilidad, que empezó a hacer señas más enérgicas que las del viajero para llamar la atención de los taxis. Pero aunque tampoco resolvió nada su compañía aportaba calma. Hizo uso de su walki y apareció otro agente con la intención de lograr lo que ni ella ni el viajero habían conseguido. Solo pasado un rato, tras alejarse, volvió con un taxi que contó su vida en el recorrido hacia el hotel. Era de Bucaramanga, pero ya llevaba dos años en Medellin. Y consideraba una suerte tener un carro “y que con él te puedas ganar la vida”. Él tenía esa suerte, el carro le había costado cuatro millones de pesos. El precio, vivir solo en Medellín, que su familia sigue en Bucaramanga.
Así que probó el metro en Envigado, en dirección a Niquía, al otro lado de la línea. Llegaba bastante lleno, pero a medida que iba avanzando estaciones se llenó hasta atestarse. No había forma de moverse y empezó a sentir roces, apretones, conversaciones y alguna paranoia. Atestado como en dos horas punta juntas. Hasta Acevedo, donde tomó el metro cable. Ahí estaba la vista espectacular sobre Medellín que seguramente merecía todo el viaje. Las fotos. Todo el follón era por ser sábado y porque estaba a punto de empezar el partido de Colombia con Uruguay. Nadie quería perdérselo.
Fue un alivio liberarse y tomar el metro cable hasta Santo Domingo. Luego el teleférico en compañía de dos parejas que querían llegar al parque Arví. El viajero volvió solo volando sobre la selva. A veinte metros sobre árboles desconocidos, enmarañados, frondosos. Y el silencio del vuelo. La ensoñación de la soledad en el leve bamboleo de la cabina. Luego tras diez minutos, los campos de cultivo, las haciendas. Después los cerros, las casuchas agarradas a las faldas de la montaña. La elucubración pionera se rompió con el primer gol de James. Incluso en la cabina insonorizada del teleférico llegó el grito de una Colombia enloquecida por su triunfo.

También una periodista, profesora y ya amiga, se rio mucho con la idea de volar la selva. “No sabes lo que es selva”

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